jueves, 29 de julio de 2010

Moraleja de una tarde de verano

Era una de esas tardecitas hermosas. Salí a pasear un poco. Elegí para la ocasión mis pantalones verdes; anchos y fresquitos. Sentía que la vida me sonreía. Pasé a visitar a mi amiga, la que vende praliné. Me cebó un par de mates, charlamos un poco y la despedí para que siguiera trabajando tranquila. Me fui para calle San Juan. Visité 5 librerías. En ninguna de ellas encontré el libro que buscaba. Caminé varias cuadras más. No iba a ningún sitio. De repente me di cuenta de que había llegado hasta la Alameda. Ahí encontré un modesto puestito de libros. Estaba el que yo necesitaba, lo cual me puso muy contenta. Lo compré y comencé mi retorno a casa. Algo interno me motivaba a acelerar el paso. Comencé a trotar y luego a correr. Llegué a mi casa, me di una ducha y me acosté. Había sido un día maravilloso, no tenía hambre.
Al día siguiente me desperté con una luz extraña. Tardé unos segundos en darme cuenta a donde me encontraba. Era un hospital.

Moraleja: por más feliz que puedas ser y sentirte, la epilepsia es implacable.

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