sábado, 5 de febrero de 2011

Tú, mi tan especial amigo. Tú, mi enseñanza eterna de vida

Te conocí hace mucho tiempo. Ya no recuerdo bien cómo y menos dónde. Solo sé que fue un sábado y que hacía calor, mucho. Sería verano tal vez o un día desorientado en medio del invierno. Tenías el cabello largo, los ojos tristes y lento el andar. Tus manos eran ásperas, de trabajador inagotable. Las observé bien, como siempre lo hago cuando veo por primera vez a alguien. Me pediste si por favor podía atarte las botas. Te miré con extrañeza. Primero porque llevabas botas en un día de calor insoportable, segundo por tu pedido y tercero porque (nos han enseñado) así se mira a los extraños. Sin embargo, accedí a tu pedido. Aún hoy no sé porqué lo hice. Me agaché lentamente, perezosa, y te amarré los cordones bien firmes.

Tres meses después nos habíamos convertido en grandes amigos, de esos inseparables, de esos que sentís una amistad de toda la vida. Éramos grandes confidentes. Eras mi Dersu Uzala; fiel, infinita y eternamente fiel.

Tus manos habían llegado a sangrar por el trabajo, tenían grietas sísmicas. Yo las curaba con tizanas de aloe vera.

Un día llegaste a visitarme y me dijiste: “Hola Ángeles, soy gay”.

Solo atiné a responderte: “Hola, pasá que pongo el agua”.

Sinceramente no me lo hubiera imaginado pero, ¿qué cambia saber eso? Para mí eras la misma persona, en nada podía modificar eso nuestra relación. Vos, tranquilo, apaciguado, puro y transparente como siempre me explicaste, ayudándome así a comprender muchas cosas. Conocías mis ganas tremendas de golpear a todos y cada uno de los homofóbicos que se cruzaban en mi camino. Por eso me hiciste comprender que a vos no tenía que defenderte de nada, de nadie, que no lo necesitabas y que el problema era de ellos y no tuyo. En ese instante aprendí tanto, detesté mi lucha, la consideré vana y te acompañé para siempre en tu eterna y sabionda pasividad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario